Texto extraído de "Historia de los griegos , historia de Roma" de Indro Montanelli"
"Mientras el teatro degeneraba de
tal modo en espectáculo de variedades, el auge del Circo iba cada vez más en
aumento. Carteles murales como los que hoy anuncian las películas anunciaban
los espectáculos atléticos. Constituían el tema del día, se discutían
apasionadamente en el hogar, en la escuela, en el Foro, en las termas, en el
Senado y hasta el diario Acta diurna, publicaba anuncios y reseñas.
El fía de la competición,
multitudes de ciento cincuenta a doscientas mil personas se encaminaban hacia
el Circo
Máximo, como hoy al estadio, luciendo pañuelos con los colores del
equipo favorito. Los hombres hacían una pausa en los burdeles que se alineaban
a los lados de las entradas. Los dignatarios ocupaban palcos con asientos de mármol ornados de bronce. Los
demás se acomodaban en bancos de madera, tras haber ido a escarbar en los
excrementos de los caballos para asegurarse de que habían sido alimentados
debidamente, haberse empeñado hasta la camisa en las apuestas y procurándose un
bocadillo y una almohadilla, pues el espectáculo duraba todo el día. El
emperador tenía , desde luego, para sí mismo y su familia, un apartamento con
dormitorios para descabezar un sueñecito entre competición y competición, el
consabido baño y otras comodidades.
Como hoy, caballos y jinetes
pertenecían a cuadras particulares, cada una con su propia casaca de la que
eran más famosas las rojas y las verdes. Las carreras a galope, alternaban con
al trote, con dos , tres o cuatro caballos. Esclavos, casi todos ellos, los
aurigas portaban yelmos metálicos, con una mano sujetaban las riendas, con la
otra la fusta, y en el tahalí, un cuchillo con el que cortar los atalajes en
caso de caída. Lo que sucedía con frecuencia, porque la carrera era espantosa,
como lo es hoy la del Palio en Siena. Había que recorrer siete circuitos, o sea
otros tantos kilómetros, en torno a la pista elíptica, evitando las metas y
tomando los virajes lo más cerrados posibles. Los carruajes entraban fácilmente
en colisión y bípedos y cuadrúpedos rodaban por el suelo con limonera y ruedas,
para ser aplastados por los que iban llegando detrás. Todo esto en medio de los
aullidos de los espectadores que espantaban a los caballos.
Pero los números más esperados
eran las luchas gladiatorias: entre animales, entre animal y hombre, entre
hombres. El día en que Tito inauguró el Coliseo, Roma se quedó boquiabierta de
admiración.
La arena podía ser bajada e
inundada formando un lago, o bien emerger de nuevo con otra decoración, como un
pedazo de desierto o de selva. Una galería de mármol estaba reservada a los
altos dignatarios y en el centro se elevaba el suggestum, el palco imperial,
con todos sus accesorios, donde el emperador y la emperatriz se sentaban en
tronos de marfil. Cualquiera podía acercarse al soberano para impetrar una
pensión, un traslado, el indulto para un condenado… En todos los rincones había
fuentes que lanzaban al aire chorros de agua perfumada, y en las salas de
descanso se preparaban mesas para un piscolabis entre número y número. Todo era
gratuito; entrada, asiendo, almohadilla, asado, vino.
El primer número consistió en la presentación de
animales exóticos que los romanos no habían visto nunca todavía. Entre
elefantes, tigres, leones, leopardos, panteras, osos, lobos, cocodrilos,
hipopótamos, jirafas, linces, etc., desfilaron diez mil, muchos de ellos
adornados caricaturescamente y parodiando personajes de la historia o la
leyenda. Después, la arena fue echada hacia abajo y resurgió adaptada a la
lucha: leones contra tigres, tigres contra osos, leopardos contra lobos. Total,
que al final del espectáculo , sólo la mitad de aquellas pobres diez mil
bestias estaba viva. La otra mitad había desaparecido en sus panzas. Luego la arena volvió a bajarse y resurgió en plaza
de toros: la corrida, ya practicada por los etruscos, había sido importada
después a Roma por César, que las había visto en Creta. Tenía una debilidad por
esa clase de fiestas y fue el primero en ofrecer a sus conciudadanos un combate
entre leones. El toreo gustó enormemente a los romanos que en seguida se
apasionaron por él y a partir de entonces lo reclamaron siempre. Los toreros no
conocían el oficio, y , por tanto , estaban destinados a morir. Eran, en
efecto, escogidos entre esclavos y condenados, como asimismo todos los
gladiadores en general.
Muchos de ellos ni siquiera
combatían. Tenían que representar a algún personaje de la mitología y sufrir de
verdad el trágico fin de aquel. Para reavivar la propaganda patriótica, uno era
presentado como Lucio Escévola y obligado a quemarse la mano sobre los carbones
ardientes; otro, como Hércules, era quemado vivo en la pira, y otro, como
Orfeo, despedazado mientras tocaba la lira. Pretendían ser, en suma,
espectáculos “edificantes para la juventud y como tales no eran prohibidos en
absolutos a los menores, al revés que ahora.
Seguían los combates entre
gladiadores, todos condenados a penas capitales por homicidio, robo, sacrilegio
o motín; que eran los motivos por los cuales se aplicaba la pena de muerte. Mas
cuando había escasez de aquéllos, complacientes tribunales condenaban también a
muerte por otros delitos mucho menos graves. Roma y sus emperadores no podían
prescindir de aquella carne humana de matadero. Sin embargo, había también voluntarios , y no todos de baja extracción,
que se inscribían en escuelas especiales para después combatir en el
Anfiteatro. Eran tal vez las escuelas más serias y rigurosas de Roma. Se
ingresaba en ellas casi como en un seminario, tras haber jurado estar dispuesto
a hacerse “azotar, quemar y apuñalar”. En los combates, los gladiadores tenían
una probabilidad contra dos de convertirse en héroes populares, a quienes los
poetas dedicaban sus poemas, los escultores sus estatuas, los ediles sus calles
y las damas sus gracias. Antes del encuentro se les ofrecía un banquete
pantagruélico. Y, si no vencían, tenían la obligación de morir con sonriente
indiferencia. Se llamaban con varios nombre según las armas que empleasen y en
cada espectáculo se celebraban centenares de esos duelos que hasta podían terminar sin muerte si el
vencido, por haberse conducido valientemente, era indultado por la multitud con
el ademán del pulgar alzado. En un espectáculo ofrecido por Augusto, que duró
ocho días, tomaron parte diez mil gladiadores. Guardias vestidos de Caronte y
de Mercurio punzaban a los caídos con bieldos afilados para comprobar si
estaban muertos, los simuladores eran decapitados y esclavos negros apilaban
los cadáveres y traían arena limpia para los combates siguientes.
Este modo de divertirse con la
sangre y la tortura no levantaba objeción es ni entre los moralistas más
severos. Juvenal, que lo criticaba todo, era un “hincha” y lo encontraba del
todo legítimo. Tácito tuvo algunas dudas, pero luego reflexionó que lo que se
derramaba en la arena era “sangre vil” y con este adjetivo lo justificó. Hasta
Plinio, el más civil y moderno hombre de bien de entonces, encontró que
aquellas matanzas tenían un valor educativo porque acostumbraban a los
espectadores al estoico desprecio de la vida (ajena)."
Si quereis saber más buscar el documental de la BBC : "El coliseo: ruedo mortal"